Me gusta comer en el jardín de la residencia. No es que no esté mal en el comedor con el resto de compañeros. No es la razón principal porque busque la soledad. Lo hago porque no quiero oír que el residente Sr X está mal, que la Sra. Z esta agitada… Los comentarios son lógicos. Cómo el hecho que hay que guardar las distancias también comiendo. Así que desconectar es muy difícil y es eso precisamente lo que necesito para poder estar bien el resto de la tarde. No es ninguna huida. Es salud mental.
El calendario marca calor, julio es el mes del Sol. La canícula es tórrida, insufrible. Por suerte tengo mi rincón favorito en el jardín. Los arboles dan sombra y la brisa se nota. Es mi espacio de estío, cuando llega el invierno modifico la ubicación para tener sol y quedar resguarda si hace viento. Contar con dos comedores naturales es sibaritismo al extremo. Soy privilegiada y después de los meses de confinamiento aún más. Con los años, también he aprendido que estos intervalos de silencio, de contacto con la naturaleza, son esenciales si quiero estar bien.
Aún no he empezado a comer, de pronto una cigarra inicia su canto de presencia continua. Cierro los ojos, noto su melodía tranquilizarme sin pausa por todo mi interior. Nadie debe perturbar esta paz.
No sé cómo se transcurrirá el resto de la jornada, pero el regalo de la cigarra me ha posibilitado equilibrar mi energía. La comida es sabrosa pero la sinfonía musical del insecto ha sido espectacular, un instante de felicidad gratuita que me ha dado otro animal, sin mente quizás, pero esencial para recomponer la mía en este remanso de paz estival.
Imagen de Yukie Chen en Pixabay (cigarra)
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