Faltan unos minutos para las ocho de la noche y apenas encuentro tráfico.Solo camiones raudos encaminándose al norte y como contrapartida otros apresurados hacia el sur.
Al llegar a Ripollet el escenario es fantasmal. Hoy he querido entrar por el norte del pueblo y cruzar la Rambla. Ni un alma, si es que estas tienen dos piernas y forma de persona. Solo está aún abierta la panadería, el pakistaní de la esquina y la farmacia con una luz rutilante que irradia sensación de llamada urgente al entorno adormecido. El bar de la esquina siempre lleno, cerrado a cal y canto. Ni partidos de futbol, ni cañas ni tapas. Nada.
Con el coche no oigo el silencio ambiental, la gente aún no ha salido a los balcones a vitorearnos como si fuéramos toreros. Este país el jolgorio le va, nuestra cultura es latina, pero reconozco que las palmas de mis vecinos me animan más de una vez cuando vuelvo agotada.
Hoy me estremezco al darme cuenta del ambiente desértico que se ha convertido este país, porque si solo fuera en esta ciudad, aun, es el mundo es que esta callado, en sus guaridas, temerosos del contagio. ¿Seguro que están los habitantes de este pueblo vivaces? ¿Mis conocidos están en este bloque? No lo sé. Nadie da señales, nadie parece que esté vivo. Somos una ciudad espectral, sin sonidos sin gente…
Ahora pienso en la conversación de esta mañana. Me explica cómo le fue leyendo el escrito a su madre moribunda. Era la despedida de un nieto a su abuela. La hija con voz emocionada leía, no sabía de cierto si la anciana atendía, el silencio estaba en ella y no hacia ningún asentimiento de escuchar, mucho menos de decir nada, la oscuridad ya la envolvía, el momento sagrado del fin de una existencia se acercaba y para consuelo de la hija, expiro, unos minutos después de terminar de leerle la despedida sentida del nieto.
Ahora estamos confinados, temerosos de enfermar, de morir, con un silencio atroz por todas partes a las ocho de la noche. La anciana espero. Se dejó ir a conciencia, en el momento justo. No es la primera vez que observo esta coincidencia.
Vida y muerte van juntas, son una moneda con un mismo canto. Ahora estamos en la parte oscura, para muchas personas tiempos dramáticos y muy difíciles de llevar. No solo por los fallecidos, los problemas económicos pueden ser muy duros de resolver. Pero la vida renacerá, quiero, espero, confió volver del trabajo y ver la Rambla llena de personas, saludarlas, aparcar el coche y abrazarlas.
La vida siempre vence, no lo olvidemos. La abuela lo hizo, se dejó ir cuando sabía que su familia le daba su asentimiento para el viaje, volvamos pues a la existencia humana de las conversaciones en la calle, las risas, las cervezas y los gritos cuando la pelota entra en la portería.Toca hacer un confinamiento estricto. Es la única solución si queremos una vida plena de afecto humano.
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